Previsiblemente, las cosas no funcionan como lo habían planeado. El necesita una esposa encantadora y una anfitriona popular para sus cocktails, pero ella siente que ocupar ese lugar es negarse a sí misma. No puede negociar sus ideas, ni soportar los chistes ligeros de sus amigos, ni solidarizarse con su rutina de dandy.
Con el tiempo, la relación se vuelve más tensa y compleja. Ella lo cuestiona, lo acorrala y lo presiona, y él la evade. Ella espera que él escriba literatura pero él prefiere trabajar en Hollywood. Él le pide diplomacia, y ella arma escenas afiladas e imprudentes. El es elegante, discreto, refinado. Ella es corriente y dice lo primero que le viene a la cabeza.
La relación comienza a desintegrarse cuando él la engaña con Carol Ann, su antigua novia de la Universidad, que además de ser la esposa de su mejor amigo, es el preciso reverso de Katie: una manequin aristocrática de finos rasgos que no se despeina, no grita, y –lo más importante- no quiere ser nadie más que “la esposa de alguien”. Una muñeca.
Luego de esta traición, Katie y Hubbell se divorcian y no vuelven a verse hasta unos años después, cuando se encuentran por la calle. Hubbell lleva a una inofensiva señorita parecida a Carol Ann de la mano y Katie lleva panfletos contra la guerra de Vietnam. Cuando se despiden, Katie lo saluda con lo que luego sería una de las frases más famosas del cine:
“¡Adiós Hubbell, tu chica es adorable!”
La sabiduría popular nos dice que los hombres como Robert Redford a menudo se enamoran de Katies, pero se casan con mujeres del tipo de Carol Ann. Como Big en Sex and the City, que se niega a formalizar con Carrie pero se casa con Natasha. O como Johnny Johnsson, que juega con Laura Ingalls pero se enamora de su hermana Mary, o como Dermot Mulroney en La boda de mi mejor amigo, que vive suspirando por una despeinada Julia Roberts, pero desposa a Cameron Díaz.
Tan exigente es este axioma, que no sólo los hombres demandan Carol Anns. Las madres, las suegras y las abuelas también las prefieren. Nos piden que nos sentemos derechas, que no digamos malas palabras, que no nos manchemos la ropa y que nos casemos -o, al menos, que llevemos un novio a las cenas familiares.
Nosotras, por otro lado, también somos responsables de este fenómeno. Durante el colegio secundario, todas queremos llevar la vida de una porrista norteamericana y no de una narigona imperfecta. La bulimia y la anorexia, las uñas esculpidas y las cirugías de nariz, son, entre otras cosas, algunas pruebas de nuestros intentos por corregir la diversa naturaleza de nuestros cuerpos y transformarnos en otra mujer perfecta, pero olvidable.
La economía y el marketing también colaboran con esta secta. Las marcas de ropa, las publicidades de cigarrillos y los tips de las revistas de moda, dialogan todo el tiempo con Carol Ann. Nadie diseña, en cambio, ni produce para Katie.
Las Carol Ann pueden quedarse con el resto del mundo; con las revistas de moda, las remeras talle único, las muñecas Barbie y las ensaladas de lechuga. No necesitan nada más, y menos una columna. Después de todo, puede que las mujeres adorables compren perfumes y cigarrillos, ¿Pero quién quiere escribir sobre ellas?